Roberto
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Roberto Burgos Cantor era un hombre de cabello salpimentado cortado casi al rape y ojos achinados, atrincherados detrás del marco rectangular de unos lentes de pasta café. Con una estatura que rozaba el metro sesenta, tenía pinta de oriental: podría haber sido confundido con un viejo tibetano. Además del físico le ayudaba su actitud: sereno, calmado, de mirada tranquila y el andar sosegado y el mar de sabiduría de un Dalai Lama. Era un hombre de trato amable, elegantes maneras —como de aristócrata, como de diplomático—, y de verbo afinado. Tenía un reconocible pero exquisito acento costeño muy marcado, tanto por el lenguaje que usaba como por el ritmo y la manera como lo enfatizaba: ni se comía las letras ni cantaba las frases, como es común en la gente de su tierra. Conversaba de forma proustiana, como echando un cuento al que lo habitan muchos recovecos.
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